¡Dios Santo! Son más de las 3 de la madrugada y aún continúo despierto. Como vuela el tiempo… estuve mirando hace un rato las noticias de las 10 y ahora ya está por amanecer, y yo continúo sin pegar un ojo.
Llevo largas horas sentado al escritorio tratando de escribir algo en estos papeles, que me devuelven una mirada diáfana y triste, asumiendo mi dolor como suyo y mi melancolía como único escape de la soledad.
El tiempo avanza inexorable, sin prisa pero sin plazos; y yo continúo aquí, en la sala de mi casa, observando el reloj de pared, un reloj alto, bastante viejo, por cierto; de esos que tienen un sonido muy parecido al de las campanas de las iglesias. Aunque de noche se ve más tenebroso que nunca. Con su habitual tic-tac tic-tac paseándose por toda la casa da una extraña sensación, como si algo estuviera a punto de suceder. Papá dice que es un recuerdo de mi abuelo Humberto; pero más parece un portal por donde va a asomarse la cara de algún ente extraño y espantoso para encerrar en él al primer desprevenido que pase cerca, papá.
-No seas tonto, hijo. Nadie va a salir por ahí.
-Tal vez tengas razón, pero… aún así me tengo miedo
-Bueno, entonces lo cambiamos de lugar. Si quieres lo pongo en mi cuarto
-Sí, mejor. Pero dudo que mamá esté de acuerdo. ¿Recuerdas lo que pasó con la lápida de la abuela que llevaste a la casa?
-¿Qué pasó con la lápida?
-¿No recuerdas que empezaron a escucharse pasos en el segundo piso desde que llevaste esa lápida? Debiste bendecirla antes de haberla llevado a la casa, por lo menos. Lo peor de todo era que a mí solamente asustaban, siendo tú quien la había llevado.
-Yo nunca escuché nada. Seguro era imaginación.
-Si, claro.
-De verdad, hijo. Nunca me percaté de que pasaban cosas extrañas en la casa.
-Ese es el detalle. Tú duermes acompañado. En cambio… yo… yo duermo solito.
El campaneo fuerte y acompasado del reloj me saca de mis recuerdos, avisándome que ya estamos pasando las 4 de la madrugada. Es tan tarde que creo que ya es temprano.
Papá siempre guardaba las cosas del abuelo con sumo cuidado: sus herramientas, sus libros, sus fotos… Deberías tener un cuarto sólo para sus cosas, papá.
A veces me pongo a pensar en el día en que ya no tenga a mi papá. Voy a extrañarlos mucho, a los dos. El tiene una apariencia joven; tiene cerca de 60 años pero su rostro muestra unos 30; nunca anda triste, es el bromista de la familia. Lleva un andar acompasado y una barriga bastante graciosa, y casi siempre tiene una sonrisa en el rostro, ¿cierto, papá? Tiene ojos pequeños, muy diferentes a los míos. “Tus ojos chinitos”, como le canta mamá.
Una vez más me pierdo en mis recuerdos por querer escribir alguna buena historia en estos papeles. Me extiendo más de lo debido y rara vez encuentro en este laberinto que tengo por mente algo apropiado para “vomitar” en el papel; eso me recuerda a “escribir con las tripas”, como decía… No, no importa.
A pesar que ya es muy muy… ¿temprano?, aún no tengo sueño y ya ni siquiera recuerdo cómo empecé esta historia. Siento el cuerpo cansado pero no quiero ir a la cama. Será porque tal vez, si voy a mi cuarto, voy a tener que apagar las luces, y eso es precisamente lo que menos me gusta.
Mi cuarto, completamente oscuro, se vuelve en una caja perfectamente cerrada donde no se está permitido ni un rayo de luz... Miro a todos lados tratando de que mis ojos se adapten a la oscuridad, pero se me hace imposible. Veo figuras a donde miro. Todo se mueve, todo cobra vida, todo se acerca y trata de hablarme. La oscuridad y el miedo empiezan a pasarme factura a medida que van pasando las horas.
“Sólo cierra los ojos y duérmete, hijo”, me dice papá. Si tan solo fuera así de fácil, papá; sabes que para dormirme pasa casi una hora para quedarme en el calientito de mi cama. Pero mientras tanto, me he convertido en la versión moderna del Quijote, peleando con sábanas y frazadas como si fueran monstruos encapuchados, y con mi almohada, como si fuera una piedra gigante lanzada por un implacable verdugo que no es otra cosa que ni ropero.
Pero, bueno, papá. Está bien, me dormiré. Hasta más tarde.
Llevo largas horas sentado al escritorio tratando de escribir algo en estos papeles, que me devuelven una mirada diáfana y triste, asumiendo mi dolor como suyo y mi melancolía como único escape de la soledad.
El tiempo avanza inexorable, sin prisa pero sin plazos; y yo continúo aquí, en la sala de mi casa, observando el reloj de pared, un reloj alto, bastante viejo, por cierto; de esos que tienen un sonido muy parecido al de las campanas de las iglesias. Aunque de noche se ve más tenebroso que nunca. Con su habitual tic-tac tic-tac paseándose por toda la casa da una extraña sensación, como si algo estuviera a punto de suceder. Papá dice que es un recuerdo de mi abuelo Humberto; pero más parece un portal por donde va a asomarse la cara de algún ente extraño y espantoso para encerrar en él al primer desprevenido que pase cerca, papá.
-No seas tonto, hijo. Nadie va a salir por ahí.
-Tal vez tengas razón, pero… aún así me tengo miedo
-Bueno, entonces lo cambiamos de lugar. Si quieres lo pongo en mi cuarto
-Sí, mejor. Pero dudo que mamá esté de acuerdo. ¿Recuerdas lo que pasó con la lápida de la abuela que llevaste a la casa?
-¿Qué pasó con la lápida?
-¿No recuerdas que empezaron a escucharse pasos en el segundo piso desde que llevaste esa lápida? Debiste bendecirla antes de haberla llevado a la casa, por lo menos. Lo peor de todo era que a mí solamente asustaban, siendo tú quien la había llevado.
-Yo nunca escuché nada. Seguro era imaginación.
-Si, claro.
-De verdad, hijo. Nunca me percaté de que pasaban cosas extrañas en la casa.
-Ese es el detalle. Tú duermes acompañado. En cambio… yo… yo duermo solito.
El campaneo fuerte y acompasado del reloj me saca de mis recuerdos, avisándome que ya estamos pasando las 4 de la madrugada. Es tan tarde que creo que ya es temprano.
Papá siempre guardaba las cosas del abuelo con sumo cuidado: sus herramientas, sus libros, sus fotos… Deberías tener un cuarto sólo para sus cosas, papá.
A veces me pongo a pensar en el día en que ya no tenga a mi papá. Voy a extrañarlos mucho, a los dos. El tiene una apariencia joven; tiene cerca de 60 años pero su rostro muestra unos 30; nunca anda triste, es el bromista de la familia. Lleva un andar acompasado y una barriga bastante graciosa, y casi siempre tiene una sonrisa en el rostro, ¿cierto, papá? Tiene ojos pequeños, muy diferentes a los míos. “Tus ojos chinitos”, como le canta mamá.
Una vez más me pierdo en mis recuerdos por querer escribir alguna buena historia en estos papeles. Me extiendo más de lo debido y rara vez encuentro en este laberinto que tengo por mente algo apropiado para “vomitar” en el papel; eso me recuerda a “escribir con las tripas”, como decía… No, no importa.
A pesar que ya es muy muy… ¿temprano?, aún no tengo sueño y ya ni siquiera recuerdo cómo empecé esta historia. Siento el cuerpo cansado pero no quiero ir a la cama. Será porque tal vez, si voy a mi cuarto, voy a tener que apagar las luces, y eso es precisamente lo que menos me gusta.
Mi cuarto, completamente oscuro, se vuelve en una caja perfectamente cerrada donde no se está permitido ni un rayo de luz... Miro a todos lados tratando de que mis ojos se adapten a la oscuridad, pero se me hace imposible. Veo figuras a donde miro. Todo se mueve, todo cobra vida, todo se acerca y trata de hablarme. La oscuridad y el miedo empiezan a pasarme factura a medida que van pasando las horas.
“Sólo cierra los ojos y duérmete, hijo”, me dice papá. Si tan solo fuera así de fácil, papá; sabes que para dormirme pasa casi una hora para quedarme en el calientito de mi cama. Pero mientras tanto, me he convertido en la versión moderna del Quijote, peleando con sábanas y frazadas como si fueran monstruos encapuchados, y con mi almohada, como si fuera una piedra gigante lanzada por un implacable verdugo que no es otra cosa que ni ropero.
Pero, bueno, papá. Está bien, me dormiré. Hasta más tarde.