¡Pero qué sol más arrebatado! Llevo casi 25 minutos esperando la MAX y nada que pasa. Ya los alumnos empiezan a salir en tropel de sus asfixiantes aulas, esperando llegar lo más pronto posible a sus casas y llenar la tripa que no ha dejado de moverse y sonar desde las 10 de la mañana… parece que el tamalito, la cebada y una “rellenitas” no sirvieron para engañar el hambre del medio día. Ahora, ya gozando de su libertad, los estudiantes salen en todas direcciones, conversando, alegres; otros, quedándose a jugar bolinchas, otros afanando a la compañera de clase… que está buena por cierto. Pero todos levantando polvo al pasar por la esquina de la Iglesia del Tránsito, lugar donde llevo esperando ya cerca de 33 minutos mi combi, entre el sol incesante, el hambre y salpicadas de polvo y tierra que arrojan estos “desgraciaos” y los carros y combis que pasan de manera indiscriminada. Creo que por ahora me contentaré con empujarme un poco de tierra como entremés por estar hecho el boca abierta viendo a tanta churrita guapa que pasa por mi lado… aunque ninguna siquiera voltea a mirar. ¡Qué vaina!
Parece que ya alcanzo a ver a la bendita MAX. Por fin, ya era hora, ya van a ser las 3 de la tarde y yo aún sin almorzar, espero que la suegra me tenga la comida calientita aún porque cuando se enfría ya no se ve tan apetecible que al inicio. Si, además… ¡Demonios!, no es la MAX. Pinche combi. Falsa alarma, era la HU. La vista, y la cólera de estar aquí parado, me hace ver cosas; aunque con tanta polvareda tampoco se logra ver más allá de la tiendita que está a unos 8 metros de aquí.
Ahora sí, ahí viene la combi. Parece que no soy el único que está ansioso por irse a casa –o en mi caso, donde la suegra, para almorzar rico y ver a la enamorada–. A mi lado también hay una señora que lleva encima un bolso lleno de tapers y unas cajas más que carga en cada mano… Parece un estante andante esta pobre mujer. La combi se estaciona cerca de donde estoy yo, pero, tal como me lo enseñaron mis papás, me hago a un lado –quítate de ahí que estorbas, me digo a mí mismo– y le cedo el paso a la señora que parece que ya no puede más con tanto peso y tanto bulto.
Antes de subirse, la señora, amablemente, le pregunta al cobrador: ¿Cincuenta al Cortés? Ya, suba, suba, suba, al Indio, al Indio, San Bernardo, al Indio, pase al fondo señora, pase al fondo, amiguita, ciérrate pes pa que entre la señora, coopera, no seas malita. Nunca antes había escuchado hablar a alguien con tamaña combinación de vulgaridad, amabilidad y respeto… Y luego de casi empujar a la desmirriada mujer para que “suba a la volada”, el cobrador intenta hacer lo propio conmigo: Sube, flaco, sube, apúrate. Espérate compare, a mí no me empujes. Y diciéndole algunas otras lisuras por lo bajo me encaramo a la combi, que parece a punto de despanzurrarse en plena pista, con la puerta delantera que no cierra, usando un pedazo de varilla doblada para hacer presión, y una puerta corrediza que primero patean para poder cerrarla, cual burro encaprichado.
Ya arriba, sentado en el respaldo del copiloto, siento el mal humor de la gente –eso se siente al instante– y cada quien está ensimismado en sus propios asuntos, tratando de alejar su mente de esta fachosa coincidencia casi diaria. Consulto mi reloj y veo con asombro lo tarde que es. La suegra, por más buena que sea, debe estar acabándome pensando que no voy a ir y que la he hecho cocinar en vano. El vecino de la combi también me pregunta la hora: ¿disculpa, qué hora tienes? Las 3 y 10, le respondo algo azorado y con la misma incomodidad que muestro cuando alguien me pregunta por la hora… más me parece que preguntan para asaltarte que para otra cosa; o talvez lo hacen para que luego sepas en qué hora fuiste asaltado. ¡Muy pendencieros, estos vivos!
La voz del cobrador me saca de mis pensamientos: pasajes, por favor, pasajes, pasajes adelante. Pasajes, flaco. Levanto la mirada y me encuentro con la mirada del cobrador, con ojos ansiosos y avarientos por ver las monedas que llenarán su canguro. Le entrego mis setenta céntimos y regreso a lo mío. Pero, cuando se acerca a cobrarle a la señora que subió junto conmigo, ésta le entrega una moneda de sol, y el muy facineroso le de vuelto 0.30 céntimos. Oiga, antes de subir le pregunté si podía pagarle 0.50 céntimos y me dijo que sí, y ahorita me cobra 0.70. Deme mi vuelto por favor. Todos regresan las cabezas atrás para darse disfrute de tal espectáculo en la siniestra y destartalada combi. El cobrador responde de manera muy sínica: el pasaje es 0.70 señora. Pero yo te pregunté y me hiciste subir por 0.50. No señora, el pasaje es 0.70… haber por allá, pasajes… Entonces mejor me bajo pues, mentiroso y malcriado. Ya, bájese entonces, bajan, bajan... Haber quien la lleva por 0.50 céntimos.
La combi da una abrupta frenada y se abre la puerta: Devuélvame mi sol, apúrese oiga. Tome, shhhhhh, pague completo pa la próxima. ¡Abusivo! le suelta en la cara al cobrador la pobre señora.
Unos metros más allá bajo de la combi, y al igual que los demás, enojados por como somos tratados los pasajeros. En un acto casi inconciente saco un lapicero y apunto la placa del carro… RB3160… con la intención de hacer conocer, en la primera oportunidad que tenga, tales brutalidades que reciben los pasajeros, en especial las mujeres.
Parece que ya alcanzo a ver a la bendita MAX. Por fin, ya era hora, ya van a ser las 3 de la tarde y yo aún sin almorzar, espero que la suegra me tenga la comida calientita aún porque cuando se enfría ya no se ve tan apetecible que al inicio. Si, además… ¡Demonios!, no es la MAX. Pinche combi. Falsa alarma, era la HU. La vista, y la cólera de estar aquí parado, me hace ver cosas; aunque con tanta polvareda tampoco se logra ver más allá de la tiendita que está a unos 8 metros de aquí.
Ahora sí, ahí viene la combi. Parece que no soy el único que está ansioso por irse a casa –o en mi caso, donde la suegra, para almorzar rico y ver a la enamorada–. A mi lado también hay una señora que lleva encima un bolso lleno de tapers y unas cajas más que carga en cada mano… Parece un estante andante esta pobre mujer. La combi se estaciona cerca de donde estoy yo, pero, tal como me lo enseñaron mis papás, me hago a un lado –quítate de ahí que estorbas, me digo a mí mismo– y le cedo el paso a la señora que parece que ya no puede más con tanto peso y tanto bulto.
Antes de subirse, la señora, amablemente, le pregunta al cobrador: ¿Cincuenta al Cortés? Ya, suba, suba, suba, al Indio, al Indio, San Bernardo, al Indio, pase al fondo señora, pase al fondo, amiguita, ciérrate pes pa que entre la señora, coopera, no seas malita. Nunca antes había escuchado hablar a alguien con tamaña combinación de vulgaridad, amabilidad y respeto… Y luego de casi empujar a la desmirriada mujer para que “suba a la volada”, el cobrador intenta hacer lo propio conmigo: Sube, flaco, sube, apúrate. Espérate compare, a mí no me empujes. Y diciéndole algunas otras lisuras por lo bajo me encaramo a la combi, que parece a punto de despanzurrarse en plena pista, con la puerta delantera que no cierra, usando un pedazo de varilla doblada para hacer presión, y una puerta corrediza que primero patean para poder cerrarla, cual burro encaprichado.
Ya arriba, sentado en el respaldo del copiloto, siento el mal humor de la gente –eso se siente al instante– y cada quien está ensimismado en sus propios asuntos, tratando de alejar su mente de esta fachosa coincidencia casi diaria. Consulto mi reloj y veo con asombro lo tarde que es. La suegra, por más buena que sea, debe estar acabándome pensando que no voy a ir y que la he hecho cocinar en vano. El vecino de la combi también me pregunta la hora: ¿disculpa, qué hora tienes? Las 3 y 10, le respondo algo azorado y con la misma incomodidad que muestro cuando alguien me pregunta por la hora… más me parece que preguntan para asaltarte que para otra cosa; o talvez lo hacen para que luego sepas en qué hora fuiste asaltado. ¡Muy pendencieros, estos vivos!
La voz del cobrador me saca de mis pensamientos: pasajes, por favor, pasajes, pasajes adelante. Pasajes, flaco. Levanto la mirada y me encuentro con la mirada del cobrador, con ojos ansiosos y avarientos por ver las monedas que llenarán su canguro. Le entrego mis setenta céntimos y regreso a lo mío. Pero, cuando se acerca a cobrarle a la señora que subió junto conmigo, ésta le entrega una moneda de sol, y el muy facineroso le de vuelto 0.30 céntimos. Oiga, antes de subir le pregunté si podía pagarle 0.50 céntimos y me dijo que sí, y ahorita me cobra 0.70. Deme mi vuelto por favor. Todos regresan las cabezas atrás para darse disfrute de tal espectáculo en la siniestra y destartalada combi. El cobrador responde de manera muy sínica: el pasaje es 0.70 señora. Pero yo te pregunté y me hiciste subir por 0.50. No señora, el pasaje es 0.70… haber por allá, pasajes… Entonces mejor me bajo pues, mentiroso y malcriado. Ya, bájese entonces, bajan, bajan... Haber quien la lleva por 0.50 céntimos.
La combi da una abrupta frenada y se abre la puerta: Devuélvame mi sol, apúrese oiga. Tome, shhhhhh, pague completo pa la próxima. ¡Abusivo! le suelta en la cara al cobrador la pobre señora.
Unos metros más allá bajo de la combi, y al igual que los demás, enojados por como somos tratados los pasajeros. En un acto casi inconciente saco un lapicero y apunto la placa del carro… RB3160… con la intención de hacer conocer, en la primera oportunidad que tenga, tales brutalidades que reciben los pasajeros, en especial las mujeres.